Teo Soriano (Mérida, 1963) se formó en Bellas Artes en las Facultades de Salamanca y Pontevedra y también asistió a talleres con Lucio Muñoz, Rafael Canogar o Eva Lootz. Hizo su primera exposición en 1985, en A Coruña y, desde entonces, ha desarrollado una exitosa carrera. Su muestra actual, en la galería Vilaseco, es un homenaje a su progenitor, que cuida de su obra desde el accidente sufrido por el pintor, y de ahí el título “A mi padre”. En la obra que expone predomina el impacto visual de lo matérico, ya conseguido por medio de espesamientos, empastes y texturas que crean relieves, ya por la misma naturaleza del soporte que, a veces, son viejas tablas o fragmentos de un mueble. De este modo, a la vez que trae ecos del pasado, transmite la idea de la pérdida producida por los efectos devastadores del tiempo; hay, por lo tanto, un tono elegíaco en sus composiciones, una sutil nostalgia que se escribe en esgrafiados , rayados o arañazos; y en capas de pintura desdibujada que se van solapando y que pueden verse como arqueologías que hablan de ocultamientos, de perdidos aconteceres que han dejado huellas de desgastes y señales borrosas; también nos dicen que la vida no es químicamente pura y que el arte debe ser un ejercicio de lucidez que muestre las marcas de las heridas, las arrugas y los roces que la han ido maculando. Pero –como ya dijimos con objeto de otra exposición suya– también se aproxima al grado cero de la pintura, a esos límites donde se abren las inmensas amplitudes del silencio, como en las obras “Rosa y vara” o “Azul”, pero, sobre todo, en un gran lienzo de un blanco sucio y pálido, por el que navegan perdidos, como frágiles motas, pequeños grumos; con lo cual deviene en un campo de soledades, en una inmensidad de vértigo. Hay otras pequeñas piezas donde la materia tiene el color y la densidad del barro espeso y que, por lo tanto, nos devuelve al sentido telúrico del origen, a la tierra adámica apta para la geminación. Pintura orientada hacia la experiencia de los límites, hacia ese ámbito donde “La luz se hizo oscuridad y la oscuridad ser hizo luz. Donde lo extraño se hizo próximo y lo próximo extraño” ; o, en otras palabras, donde está presente la eterna lucha de contrarios, donde vida y muerte están presentes, ya escondidas bajo veladuras y desechos, ya agitándose en los bulbosos arrastres, por medio de lo cual logra trasmitir de un modo patético sus propias vivencias sobre el drama: ese accidente sufrido en 2017 que lo dejó en silla de ruedas. El dolor o el desgarro inherente a la condición humana está sugerido de un modo metonímico, ya por medio de esas viejas tablas recuperadas, ya por medio de veladuras, rasgados, rasguños, grietas, salpicaduras que remiten a situaciones y estados de ánimo desazonadores. Como él confiesa, no le gustan los trucos pero sí los obstáculos y hace coexistir el accidente y lo reflexivo, un relato que obliga a la ambigüedad, porque reúne retazos inconexos y ecos de ausencias. Así –como apunta Carlos León–sirve a lo indecible y se asoma a lo insondable.