Somos un país, digamos, madurito. Los canónicamente jóvenes, entre los 15 y los 25 años, apenas suman 5 millones. Tantos como los mayores de 75. Sin embargo, los mayores son invisibles salvo cuando hablamos de pensiones. A la infancia, en realidad, tampoco le hacemos demasiado caso. Pero de los jóvenes, aparentemente, nos preocupa todo: sus problemas, su forma de hablar, su música, hasta su salud… quién la pillara….
Sí, son muy atractivos. Excelentes consumidores, permeables a las campañas de marketing, a las modas, a las viejas ideologías que absorben sus primeros votos. Viralizan una canción, siguen fieles a sus influencers, pagan por complementos de Fortnite, abarrotan Barbie, Mario Bros o Marvel, dicen PEC, pana, crush o cringe. Son los que pasan de prensa, tele o radio. Las noticias, dicen, les amargan, no van con ellos.
Están mal pagados y muchos se consideran “aplastados por todos los servicios sociales que hay que suministrar a los viejos”. Aunque nunca una generación tan exigua ha tenido tanto dinero para iPhones, viajes o festivales (perdón, “fests”)… Los chinos lo llamaban el síndrome de los seis bolsillos. Los de dos padres y cuatro abuelos. Ahora podríamos añadir hasta los bonos de las administraciones.
Porque un bono vivienda es mucho más barato que construir pisos e incluso que incluir en la sanidad pública los audífonos, la salud dental o las gafas. Y lo peor es que parece más rentable electoralmente organizar macroconciertos que arreglar la dependencia. Los mayores, además, no cambian de voto, me decía no hace mucho un político. Les subes las pensiones, y nada. Se las congelas, y nada. Tampoco deben ser el presente. Al menos es lo que se desprende de la escasa atención que les prestan los medios de comunicación “convencionales”, justo los que ellos sí leen, ven y escuchan.
Y puede parecer trivial, pero tiene consecuencias sociales. Una de ellas, el incipiente enfrentamiento intergeneracional. Por ejemplo, hay quien cree que ningún pensionista debería cobrar más que un trabajador en activo. Simplista y estúpida frase. Pero es que así triunfan los populismos. Ahora algunos pretenden enfrentar a propietarios “ricos” con “inquilinos pobres” y propugnan una huelga de “inquilinas e inquilinos”, no vaya a ser. ¿Enfrentarse a los bancos, a las tecnológicas, a las petroleras…? No, mejor “jóvenes” arrendatario/as” contra “viejos” caseros, sin femenino.
Lo paradójico es que en unos años esta juventud no va a saber qué hacer con tanta vivienda heredada. Una lata que esté en la aldea o en provincias, no en el cogollo de Madrid o de A Coruña, vaya. Hasta le sobrarán coches. Contaminantes, sí, porque también heredan cambio climático. Y antes de heredar se enfrentarán, sin tienen humanidad, claro, a otra crisis más doméstica: la de sostener la vejez de sus mayores a la que por ahora solo asisten como espectadores. Las demencias o las sorderas de sus abuelos que atienden los mismos que les dan la paga para el Resurrection Fest. Pero el tiempo vuela y los cinco millones de abuelos actuales se convertirán en diez o quince millones de boomers envejecidos que, además, vivirán más años, nos prometen. No es solo el problema demográfico. Ni siquiera el de las pensiones. Será el del día a día de quienes ahora están enganchados al algoritmo youtubero, ajenos al precio de los audífonos, el alzheimer, o la soledad, la auténtica, de la morirse solo sin que nadie se entere.
Poco a poco se está visibilizando el edadismo. La discriminación por razón de edad. Pero como mucho se habla en tono paternalista de “nuestros mayores”. Y no, no es culpa de los jóvenes, sino de los adultos que los exprimimos y preferimos no hablar de lo que vamos a ser, con suerte, todos nosotros… en sus manos.