Diez de la mañana, el sol no termina de desperezarse, se arropa entre nubes, pero su calor es la promesa de que en algún momento del día nos hará compañía. Escribo en Todos los Santos, me lees en Fieles Difuntos, celebramos desde el jueves, la muerte y sus rituales. Se mezclan las culturas, traemos el Halloween con sus trucos y tratos norteamericanos, disfrazándonos de Catrinas mexicanas o rememorando las calabazas y altares de Samhain.
Unos celebran, entre máscaras y caramelos; otros lloran, entre escombros y duelos. De los políticos, no hablamos.
Ryuchi Sakamoto se cuela entre mis palabras. Respiro hondo. Pienso a mi padre, siempre el primero de los que ya no están, detrás mis abuelos, algunas amistades que se fueron cuando aún era pronto, mi maestro Gustavo… En el fondo, cuando hay memoria, sigue habiendo presencia.
Surgen también otras despedidas. Los puntos finales, los estados que no queremos repetir, las relaciones que tuvieron su vida y su muerte. Los puntos y aparte, aquellos vínculos que surgen en espacios-tiempo para compartir una etapa o proyectos concretos y nos llevan a separarnos, a saltar a otro párrafo de la vida. Los puntos y seguido, fin y principio, uniones que dejan de ser lo que eran y se reinventan. En unos y otros, decir adiós, es clave para afianzar lo que venga.
Despedir es un acto ritual. Hacerlo bien, un arte. Decir adiós no solo es un gesto de separación; es un acto de aceptación, es reconocer la finitud de las relaciones, de la vida. Las etapas que dejamos abiertas –ya sea una relación que terminó, un proyecto que quedó en el aire, o una pérdida que no quisimos afrontar– se convierten en sombras persistentes, en recuerdos que vuelven una y otra vez, exigiendo nuestra atención. Dar un cierre adecuado a cada una de estas experiencias no solo nos da paz, sino que también permite que las situaciones y las personas tengan un lugar en nuestra historia, un espacio claro y definido al que podemos volver sin temor, sin nostalgia amarga.
Cerrar una etapa es un ejercicio de firmeza y honestidad con uno mismo. A veces nos aferramos a personas, situaciones o roles que nos hacen sentir seguros, aunque ya no nos aporten nada positivo, simplemente porque nos cuesta enfrentarnos a lo que vendrá después. Cerrar la puerta de esas etapas significa, en muchos sentidos, abrir la ventana a la incertidumbre, y aprender a confiar en que algo mejor o diferente está por venir. Sin ese remate consciente, tendemos a recrear los mismos patrones, atrapados en una versión antigua de nosotros mismos.
Cerrar una etapa, despedirse, es aprender a vivir con el recuerdo y aceptar que algunos vacíos no se llenan, sino que se integran, que nos convierten en algo más grande, más fuerte. En cada adiós hay un renacer, una forma de continuar, de aprender en cada paso.
Como bien comenta Jacobo Bergareche a raíz de su novela Las despedidas “Hay personas que cumplen una misión en nuestras vidas... no por el tiempo que han estado, sino por el papel que han desempeñado.”