John Reed, el legendario periodista izquierdista norteamericano, escribió en 1919 un libro que se hizo famoso sobre la revolución rusa, ‘Diez días que estremecieron al mundo’. No sé si ya algún Woodward o algún Bernstein estarán preparando un volumen que bien podría titularse ‘Cien días que envilecieron al mundo’, y que en su portada llevaría el rostro malhumorado de quien ahora pretende mandar, con despotismo escasamente ilustrado, sobre todos nosotros. Bien, técnicamente aún no se han cumplido siquiera esos cien días, el período en el que tradicionalmente se dice que ya se puede evaluar el comportamiento de un nuevo Gobierno. El republicano de la Casa Blanca lleva, según mis cálculos, solo 89 días, que a muchos se nos han hecho los más largos de nuestra vida. Pero no hace falta llegar a la cifra redonda de los cien: ya tenemos bastante para valorar lo que el presidente norteamericano ha hecho en este su segundo mandato.
Me uno a lo que dijo el ex presidente Biden a comienzos de esta misma semana: “este tipo” -así lo llamó Biden, conste: son muchos los que se resisten incluso a citarle por su nombre-”ha causado mucho daño y destrucción”. Va a ser difícil corregir tanto dislate, tanta injusticia, tanta -tengo que decirlo, lo siento-maldad cuando “este tipo” deje, que lo dejará quizá antes de lo que él piensa, de ser el hombre más poderoso del planeta.
Los límites de esta crónica son claramente insuficientes para dejar específica constancia de todo el daño ya causado. Desde la inseguridad jurídica hasta la violación de los derechos humanos de los deportados a un país como el que comanda el atroz Bukele, pasando por las vejaciones a los que más necesitan de las ayudas sociales o a los que, como la Universidad de Harvard, más talento crean y amparan, o los ataques a las instituciones multilaterales, la lista de los desmanes puestos en marcha por la actual Administración americana es larga, muy larga.
“Este tipo” (Biden dixit, insisto) ha instaurado una guerra comercial de consecuencias muy difíciles de prever, ha roto prácticamente los lazos con sus antiguos aliados para anudar relaciones nuevas con regímenes tan indeseables como la Rusia de Putin (o la Argentina de Milei, ya que estamos). Ha despreciado a los jueces y a su propio Parlamento, la pisoteado la cultura, ha tratado de humillar, casi exigiendo que le besen el trasero (ejem) a los mandatarios de media humanidad. Se ha ciscado en la buena educación, en las normas que rigen la convivencia internacional (y nacional), ha hecho que hablar de las posibilidades de una guerra planetaria sea casi una conversación habitual, rutinaria. Ha costado millones a los bolsillos de muchos y enriquecido los de otros cercanos, habrá que investigar cómo y por qué.
Todo eso, que exigiría explicaciones mucho más detalladas -el libro que deberían escribir Woodward Y Bernstein, ya digo--, lo ha hecho, en una vuelta al mundo en ochenta y nueve días. Es difícil causar más destrozos sobre la epidermis moral de la política en tan poco tiempo, pero “este tipo” (insisto: en versión de su antecesor, a mí que me registren) lo ha logrado.
Y lo que es acaso lo peor: su desprecio por las normas y las convenciones ha hecho que quienes en otras latitudes desprecian convenciones y normas, también en beneficio propio, aleguen ese ‘y tú más’ tan detestable, que revela una suma laxitud moral: si en los Estados Unidos, hasta ahora patria y cuna de la democracia, se pueden hacer tales cosas ¿por qué le damos tanta importancia a algunos ‘presuntos’ incumplimientos ‘menores’ de nuestros propios dirigentes? Palabra que eso me lo dijo no hace mucho uno de esos innumerables asesores instalados en un palacio presidencial que yo me sé, ubicado en la madrileña Cuesta de las Perdices.