siendo todo malo, lo peor de la administración no es la burocracia, la opacidad, la ineficiencia o la lentitud. Lo atroz es que hay personas en la maquinaria que toman decisiones en exclusivo interés propio. Son los tiranos que retuercen la letra de una norma, los déspotas que la redactan para beneficiar al sistema en perjuicio del administrado, el listillo que tiene una ocurrencia para ganarse el favor de su jefe o simplemente el funcionario quemado que no tramita un papel porque le falta cualquier estupidez.
Por una vez, Hacienda ha rectificado su decisión de fraccionar en varios años la devolución de los 1.700 millones de euros que los mutualistas tributaron en exceso entre 1967 y 1978. ¿Por qué no devolverlo en un solo pago como hasta ahora? Pues por sus santas narices. De modo que miles de pensionistas, en edades obviamente avanzadas, debían solicitar este año la devolución correspondiente al 2019. Y así hasta 2029. Hacienda hacía cálculos para ver cuántos se morían antes. Dinero que ahorraban. Podían reclamar los herederos, ya, pero para eso existe el laberíntico el proceso de gestión de solicitudes.
El derecho de los mutualistas está reconocido por el Supremo. Los que han recuperado su exceso de cotización han esperado incluso años. Pero al menos cobraban tras una única solicitud. Cierto que tenían que enterarse, recurrir a un abogado y armarse de paciencia. Al principio eran pocos, pero naturalmente la noticia corrió como la pólvora. Y Hacienda, mejor dicho, no Hacienda, “alguien” de Hacienda tuvo una idea: por plazos y con solicitudes anuales, “porque esto no estaba previsto en los presupuestos”. Así, un espabilado se anotaba una medallita ante el jefe. Y el jefe, ante el político. Nunca conoceremos el nombre del cabroncete (permítanme la expresión), pero ahora, gracias a la movilización de los pensionistas (ya saben, mayores pero no idiotas), se la va a tener que comer. La medalla, digo.
Se habla mucho de la burocracia, incluso de la corrupción, pero poco de la responsabilidad individual de las ocurrencias, del que opta por un lenguaje incomprensible, del que diseña una web pública escasamente “usable”, del psicópata del exceso de regulación… Y menos se habla aún de su nula rendición de cuentas. Porque, en definitiva, los políticos de la primera línea están siempre en el punto de mira de la crítica. Pero existen centenares de diabólicos sujetos, desconectados de las necesidades reales de los ciudadanos, tocándonos las narices con sus “ideas felices”. Sujetos que acortan los plazos de reclamación, adalides del silencio administrativo negativo, los que aplauden la cita previa sin suficiente personal para atenderla, los que entienden que es el contribuyente quien debe enterarse mientras inventan formas de ocultar la información (está en el BOE, te dicen, o en el tablón de anuncios del fondo del pasillo en la octava planta). Sí, lo peor no es la administración, lo peor son algunas personas que trabajan en ella.
Que nadie entienda esta columna como la típica diatriba contra el funcionariado en general. Ése que tanto ‘cuñado’ disfruta criticando. La mayor parte de los empleados públicos son las primeras víctimas de los “inventores de procesos”. Les complican la vida a diario. El resto de los ciudadanos solo los padecemos puntualmente. Eso sí, en momentos cruciales: cuando se fija una pensión, en una instrucción judicial, en una indemnización, en un ingreso mínimo vital, en una licencia, en una beca, o en el cobro de una deuda como la de los mutualistas. Entonces surge una rabia ante la injusticia que ni suele ser noticia ni normalmente existe voluntad política para repararla. En esta ocasión se ha conseguido. A veces los espabilados pierden. Y los mayores ganan.