La mecha que enciende el odio

Entre rearme, aranceles y la muerte del Papa, apenas ha trascendido lo que solo unas semanas antes era tema de portada: una entrevista en TVE a Luisgé Martín, autor del libro sobre José Bretón. Ante la presión social, Anagrama decidió no publicarlo. Y ahí remitió un escándalo que no solo se azuzó en redes sociales sino también desde el Gobierno, con una ministra de Igualdad afirmando que “no se puede dar voz a los asesinos”, aunque sí (esto lo apostillo yo) gobernar gracias a su apoyo parlamentario. 


La entrevista era periodísticamente interesante porque daba por primera vez la oportunidad de explicarse a un escritor lapidado antes de que su texto se leyera. Sin embargo, en el ambiente flotaba la crítica, educada, templada y con dudas, sí, pero también con un ligero paternalismo moral. Aunque no refiriéndose al programa en el que estaba participando sino a la sociedad en general, el mismo Martín denunciaba ese insidioso mecanismo de la censura actual como un peligro prefascista. Los libros ya no se prohíben por un juez. Se queman antes en la hoguera del activismo, incluso del bienintencionado. Sin necesidad de leerlos.
Los periodistas preguntaban: ¿Entiende, en cualquier caso, el dolor de Ruth (la madre de los niños asesinados)?, ¿no va a corregir nada?, ¿por qué no habló con ella?, escribiendo que Bretón había encendido la “mecha de una bomba exterminadora […] que solo Ruth podía apagar”, ¿ no cree que la está responsabilizando?, ¿por qué llama al asesino “pobrecillo”?, aunque creo comprender el sentido en que usa la palabra… Se destilaba un cierto tufo a condescendencia y tribunal inquisidor.


Explicó Luisgé Martín que entiende y empatiza con Ruth; que se equivocó no avisándola del libro, pero no le dio voz porque lo inconcebible era la mente del asesino, no de la víctima, que es fácilmente comprensible; que va a corregir un par de cosas; que con lo de “pobrecillo” se refería a pobre hombre, que aun siendo ateo siente compasión cristiana por Bretón pero lo retrata como un vulgar manipulador narcisista y un monstruo, y que por eso el asesino detesta el libro…


Las reacciones a la entrevista en redes y comentarios de lectores han vuelto a cargar contra el escritor. Las críticas siguen siendo brutales, mientras que las que defienden la libertad de expresión como un valor esencial en democracia han sido tenues y hasta ridiculizadas. Es verdad que las respuestas de Martín han provocado alguna empatía en lo personal, porque el autor parecía un buen hombre, abrumado por tanto insulto, superando, según confesó, una depresión. Pero eso es una defensa tan emocional como lo es la hoguera. 


Estos no son buenos momentos para la racionalidad y demasiada gente, de todos los rincones políticos, aplaude que no se publiquen libros “sospechosos”. Y no solo no saltan las alarmas. Incluso hay quien dice que “es distinto prohibir un libro por lo que dice que retirar un libro por lo que hace”, cuando lo único que “hace” un libro es “decir”. Al parecer, los que pensamos así somos “creyentes”, “radicales del libro”. Admito que soy un radical de la libertad de expresión. ¿Por encima de los otros derechos fundamentales especialmente del derecho al honor, la intimidad y la propia imagen? En absoluto. Los jueces están para resolver el conflicto en cada caso. No las redes sociales, ni las emociones, ni los linchamientos que provocan el miedo de las editoriales. Y de cualquiera que no forme parte de la turba que, esa sí, enciende la mecha del odio.


Esta semana celebramos el Día del Libro, supongo que para muchos será el día del libro que no les moleste, o del que no se enteran siquiera que existe mientras disfrutan secretamente del “true crime”. “El Odio” se publicará y se leerá más. Negocio y censura juntos. Otra vez.

La mecha que enciende el odio

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