Fue en otoño de 2019. Bueno, ya antes me había comentado alguna vez que en el cole había rumores sobre la identidad de Papá Noel, pero ese día, cuando quise tirar de lo de la magia de la Navidad, hubo un matiz importante: mi hija me miró a los ojos y con su voz de 8 años recién cumplidos, que no podía ser más mona, me dijo “mamá, yo sé que tú me dirías la verdad”. Y entró en el cole. Y ahí me quedé yo, atormentada por la frase. Judith, mi compañera, atestigua que ese día se me llevaron todos los demonios.
Cuando yo era pequeña, los regalos, en Valladolid, siempre los dejaba Papá Noel. Después de la cena de Nochebuena nos llevaban a mis primos y a mí a casa de mi tía Tere. En algún momento, alguien escuchaba un ruido o veía a los renos tirando del trineo a través de la ventana. Solo entonces se abría la puerta de la habitación y allí estaban los regalos, encima de las camas.
Realmente creo que había algo de magia en aquella experiencia compartida: la magia con la que se teje el apego.
A los adultos les brillaba la mirada de satisfacción por poder hacernos ese regalo que tanto queríamos. No hablo de materialismo, sino de su certeza de que en ese momento éramos completamente felices. Y creo que nosotros también siempre hemos valorado ese brillo en los ojos, esa sonrisa compartida y ese abrazo que seguía al regalo más que lo que había dentro del paquete.
Aunque quizá lo más importante sea que ese era un momento íntimo, una experiencia que solo puedes vivir con tu familia más cercana. Porque Papá Noel no suele dejarte regalos en casa de los amigos y, si lo hace, no los abres en Nochebuena, justo después de la cena. Es una bonita manera de aprender que el hilo que te une a los tuyos es más fuerte que cualquier otro.
Yo quería que mi hija tuviese eso, así que Papá Noel llegó a su vida sin que lo pensásemos demasiado.
Lo único que siempre había tenido claro al respecto era que nunca le mentiría descaradamente. Porque no se puede construir confianza partiendo de una mentira, jamás, por muy bienintencionada que sea. Tampoco de un silencio, ni de un dejarse arrastrar por la corriente. Porque no nos corresponde a nosotros, los que sabemos la verdad, juzgar la relevancia que el hecho verdadero puede tener para el que la ignora. Y es su derecho poder valorarlo y decidirlo. Por eso, nunca he potenciado los poderes sobrenaturales de Papá Noel y Sara siempre ha sabido de la existencia de ayudantes, tanto para comprar los regalos como para repartirlos. Y por eso, ese día, al llegar a casa después del cole, tuve que hablar con ella y contarle, ya con todo tipo de detalles, en qué consiste el tinglado que tenemos montado en estas fechas. Y, sobre todo, por qué lo tenemos montado.
Y a partir de ahí, he tenido (sigo teniendo) que actuar en consecuencia, y seguir alimentando la magia de la Navidad en forma de cercanía con nuestros seres queridos, propósitos de mejora, luces de colores, calor de hogar… Y, sobre todo, con mucho tiempo compartido. De calidad y del normal. Incluso del peor, si se da el caso, porque la vida no está hecha solo de fragmentos excelentes ni se trata de que no pueda pasar nada malo en estas fechas, sino de estar unidos.
Por eso también Papá Noel sigue llegando a nuestra casa. Porque al menos una vez al año hay que ilusionarse como si fueras un niño. Porque faltan personas a la mesa, pero sigues unido a ellos; sencillamente, forman parte de ti. Porque no quiero ser un Grinch y me niego a joderle la Navidad a ningún niño. Porque lo peor, el día más corto y oscuro del año, ya ha pasado y, a partir de ese punto que marca el solsticio de invierno, poco a poco, todo vuelve a estar iluminado.