Salto bruscamente al jueves. Un jueves rojo y silencioso. No he dormido bien, ahora mi mente es inmensa de noche. Estoy cansada. La luz tiñe de escarlata todas mis estancias. ¿Y es Portugal? Lloro. Antes lloraba por cualquier cosa, ahora por todo.
Busco en el diccionario alguna palabra reveladora, leída así, como quien no quiere, entre otras escritas sin mayor poder: climaterio. Me defiendo, es pronto. Pero indago en la raíz, por si acaso, y me encuentro en otros siglos, en el griego, klimakter: pequeños escalones o peldaños.
¿Qué sucede? Algo está ocurriendo, es diminuto todavía, pero está ocurriendo.
No es por inseguridad, tampoco por incertidumbre, es porque desde hace tiempo afirman el ocaso de la prensa escrita y dicen que los ciudadanos ya no saben leer. No leen. Por eso me permito esta familiaridad. De ordinario, soy implícita. ¿Dónde estás? ¿Dónde estabas? Pienso en mi respuesta ideal sobre Exposición al ambiente, pero me la guardo, no es mía: «No te muestres mucho ni permitas demasiadas familiaridades: de tanto conocerte la gente termina por no saber quién eres.» Es de Augusto Monterroso.
Debería dar prioridad a las noticias de última hora, escribir sobre algo banal, qué es banal, o algo importante, como el presumible Plan de Acción por la Democracia, o sobre algo espantoso, como el aterrador, atroz, espeluznante caso Pelicot. Siento una oleada de alivio cuando recuerdo que ese trabajo no es el mío, que escribo Sin Consigna y puedo sencillamente escribir sobre los libros que veo ante mí.
Los tengo sobre la mesa, algunos cerrados, otros abiertos, esperándome: Los recuerdos del porvenir, que releo; Las ciudades de papel, donde Dominique Fortier repasa el jardín y los libros de Emily Dickinson que escribió que el agua se aprende por la sed y los pájaros por la nieve; Agua viva, de Lispector, que siempre releeré porque «Hay muchas cosas por decir que no sé cómo decir. Me faltan las palabras.»; La letra e, por Tito Monterrosso, me mantiene despensando: hubo un tiempo en el que el maestro de la minificción aconsejaba a sus alumnos dedicar doce horas a leer, dos a pensar y dos a no escribir. A medida que pasaran los años deberían procurar invertir ese orden y dedicar las dos horas para pensar a no hacer nada, pues con el tiempo habrían pensado ya tanto que su problema consistiría en deshacerse de lo pensado.
¿Qué sucede en el próximo escalón? ¿Me leen? Subo.