Lo sé. El fin de semana era gris, lleno de lluvia. El mundo empieza a hacerme pequeña, o se me hace grande el mundo. No tengo ganas de escribir sobre la falsa moral, una moral degradada, o una falta de moral verdadera en nuestra clase política. Me horroriza. Me gustaría escribir sobre Oriente Próximo sólo para no acomodarme a la indiferencia de lo que ocurre, pero carezco de los conocimientos que me habiliten para ello. ¿Cómo puedo rebelarme cívica, serenamente? Escribe Antonio Muñoz Molina en Todo lo que era sólido: «Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados».
Y sin embargo de todo trato de reponerme en la naturaleza, con mi familia, los amigos, los libros, con todos los amores que hay en el amor, que diría Eça de Queiroz. Hace unos días, el pasado 24 de octubre, se festejaban las bibliotecas. Hace unos meses, era verano, se me pidió que compartiera mi emoción, mi recuerdo, en torno a ellas, las bibliotecas, a las que tantísima felicidad debemos, debo. Escribí un largo artículo que aparece recogido en la Revista Murciana de Letras junto a los escritos de tantos compañeros a los que admiro. He pensado que sería bonito dejar aquí un pequeño fragmento, porque hoy sólo me apetece y puedo escribir sobre lo que amo:
«No le conté que la primera biblioteca que conocí había entrado en mi casa en dos grandes maletas de cuero marrón, con cierres y esquinas redondeadas, en una suerte de herencia que recayó en mi madre cuando yo no tenía edad para saber leer. No le conté que fue cuando la vajilla de las ocasiones especiales desapareció de los estantes del mueble del salón comedor, que el lugar de platos y copas se llenó de ensayos, biografías, poemarios y novelas, bellos ejemplares de tapas duras inalcanzables e intocables para la niña que fui, la que de grande sería escritora. Pude haberle contado que mi primera biblioteca era el rastro de los amores, las obsesiones e inquietudes, de un primo lejano de mamá, hijo único, bien parecido, pero soltero, militar de rango, pobre en salud, y de un gusto exquisito y ecléctico: Flaubert, Tolstói, Camus, Lorca y Laforet, Rosalía, Borges y Machado. Si se volvieron intocables los libros de mi primera biblioteca fue por garabatear de colores aquellas ediciones de El Padrino, de Mario Puzzo, y Love Story, de Erich Segal. No le conté que mi biblioteca heredada se ha ido ensanchando con libros adquiridos, regalados, prestados y olvidados. Para ocupar nuevos espacios, en otras maletas, se han mudado conmigo. Comprendí hace tiempo que mi casa se encuentra allá donde se ubica mi biblioteca, compuesta por los libros que no solo marcaron mi lectura íntima, sino que influyeron en mi forma de pensar la literatura y se convirtieron en la hoja de ruta de mi propia escritura.
La lectura ha sido y es, indudablemente, el amor de una vida. El amor de mi vida. Compartir lo que me hace tan feliz se me hace necesario. Por insistencia y fortuna, parte de mi trabajo se desarrolla en bibliotecas que no caben en una maleta, bibliotecas que son casa abierta para todos, que en su espacio acogen volúmenes y volúmenes, que «el espacio contiene el tiempo y la memoria y la memoria depende en gran medida del espacio», escribió Javier Marías».
Un pequeñísimo agradecimiento a las bibliotecas, a los libros, que reconfortan mi incertidumbre ante lo que acontece.