Vaya por delante mi reconocimiento a todas las personas que trabajan en un supermercado. Soy consciente de que, sin su trabajo, yo no podría llegar y, en unos pocos minutos, llenar mi carro con todo lo que necesito.
Es un trabajo invisible, además, y poco valorado, porque, aunque les veamos haciendo algo en los lineales, no solemos preguntamos en qué consisten sus tareas o cuánto esfuerzo suponen.
Además, ninguna ocupación que implique estar de cara al público me parece sencilla. Sin embargo, en el súper al que voy habitualmente todos los trabajadores tienen un trato excelente conmigo, con mi marido y, sobre todo, con nuestra hija. Incluso en alguna ocasión, de esos días que vas con prisa y la cabeza en mil cosas, han sacado la cena de mi familia adelante con la recomendación de una deliciosa receta, fácil y rápida de preparar. Vamos, que no tengo queja. Bueno, miento, tengo una: esa costumbre de meter toda la compra en una única bolsa como si fuese la chistera sin fondo de un mago o como si el comprador, sin importar su edad o complexión, tuviese el superponer de la fuerza infinita.
Yo reconozco que soy un desastre. En mi intención está llevar siempre un par de bolsas en el bolso, pero, a la hora de la verdad, me las olvido con frecuencia. Decir, en mi descargo, que las reutilizo hasta la saciedad y para mil usos distintos, que sé que son un problema para el medio ambiente e intento minimizarlo. El caso es que, cuando me preguntan si quiero bolsa, casi siempre digo que sí. No suelo especificar más, porque entiendo que es de sentido común que, si tu compra necesita dos o tres bolsas, te las pondrán y no intentarán meterlo todo en una que, por muy flexible que sea, no es el bolsillo mágico de Doraemon. Pero no es así. No sé por qué, pero los cajeros solo te preguntan si quieres otra bolsa cuando no cabe ni un solo átomo más de materia dentro. Y lo hacen con miedo, cuando no deberían, que son solo 10 céntimos en una cuenta que es casi imposible que no se acerque, por lo menos, a los 100 euros.
Lo peor es que, si haces como yo y aprovechas que te están cobrando para dejar el carro en su sitio, no te das cuenta de que la bolsa rebosa hasta que es demasiado tarde para pedir otra. Te toca pagar y tirar adelante, mientras el cajero ya ha empezado a atender al siguiente sin desearte siquiera que la fuerza te acompañe.
La verdad es que las bolsas son resistentes. Hace años eran bastante más endebles, pero ahora no se rompen por muy llenas que vayan. El problema es que yo no soy superwoman. Voy al gimnasio, sí, y hago ejercicios de fuerza, pero, si llevo más de 10 kilos colgando de una bolsa, se me clavan las asas en la mano. Vamos, que si la cosa es que el cajero está siendo empático con mi bolsillo, por tener que pagar el recipiente de plástico, le perdono la solidaridad; preferiría que la tuviese con mi brazos, que algunos hacemos la compra a pie y aquello hay que cargarlo.
Yo no llego a casa sin apoyar la bolsita de marras un par de veces en el suelo y cambiarla otras diez de posición. Y, como hay pocas cosas que me resulten tan incómodas y molestas, he llegado a la conclusión de que los cajeros del súper y yo tenemos que llegar a un trato. Por mi parte, acabo de meter dos bolsas en el bolso y prometo que este año me voy a esforzar para que no me falten nunca. Pero si fallo, ¿podríais, por favor, advertirme del peso o preguntarme si prefiero distribuirlo en varias bolsas? Y no solo a mí, claro, que quiero creer que esto nos pasa a todos los seres humanos. Y los hay mayores que yo y con más dificultad, supongo, para tener que cargar con tanto peso.