Hace mucho, serían los 80, participé en un campeonato de natación y quedé tercera… de tres. Sí, solo concurrimos tres nadadoras a la prueba, pero este es un detalle insignificante que bien podemos guardar entre nosotros.
Se me da bien nadar a espalda, pero aquel día quería disfrutar al máximo de la experiencia. Yo no pretendía ganarle a las niñas que iban por las calles de al lado, que, además, eran mis amigas, sino exprimir la experiencia. Lo hice, hasta el punto de que, cuando tuve que saltar al agua, casi no me quedaban fuerzas. No fue un fracaso. Había conseguido mi objetivo, a pesar de que mi tiempo fuera peor que en los entrenamientos.
Nunca he sido particularmente buena en los deportes. Mi coordinación es, digamos, mejorable. Mi amigo José Luis Díaz bromea diciendo que hasta camino dando saltitos. Intento consolarme pensando que es por mi altura. Mis pies están lejos del centro de mando corporal (situado en el interior del cráneo, a casi dos metros de distancia), y la información tarda en llegar a su destino. De ahí la torpeza, supongo. O esa es mi teoría.
Aun así, unos años después, decidí apuntarme a baloncesto. No recuerdo qué edad tenía, pero menos de 12 años, seguro, porque jugábamos al minibasket.
Los recreos del cole estaban repartidos entre las del brilé, ese deporte infernal que deja moratones por todo el cuerpo, y las que preferíamos la canasta. Confieso que las del basket jugábamos sin normas. En todas las pachangas llegaba un momento en que mi amiga Enebral agarraba la pelota como si fuese un balón de rugby y se montaba una melé que ni los All Blacks después de amedrentar a su rival con su haka.
Sin embargo, el equipo del cole, Carmelitas Ourense, era otra historia. Ganaba campeonatos. Así que nuestro entrenador era severo y nos exigía disciplina. No faltaban las broncas si nos distraíamos o hacíamos las cosas mal. Había que perfeccionar la técnica e ir a los partidos con mentalidad ganadora, aunque aplastásemos al equipo contrario, por mucho que fueran niñas, como nosotras.
A mí no podía parecerme más absurdo que nos gritase si manteníamos la cabeza demasiado baja durante un dribling o si nos reíamos de una broma entre compañeras. Aquello estaba en el polo opuesto de mi forma de entender el deporte. Quería mejorar, aprender a lanzar con más precisión, a defender mejor. Pero solo si podía hacerlo divirtiéndome. Porque el deporte, sobre todo para los niños, debería ser eso: un espacio de juego y de aprendizaje de valores. Como lo entendían Federer y Nadal, para los que la lucha de cada punto no estaba exenta de una profunda admiración mutua. Como lo entiende Lucas Pérez. Otro día hablaré de él. Hoy solo quiero recordar que renunció a un contrato millonario en vigor por ayudar al equipo de su ciudad a salir del pozo del fútbol no profesional, en el que hemos estado hasta hace menos de un año, no lo olvidemos.
Es fundamental que no perdamos de vista que el deporte es compañerismo, esfuerzo, compromiso, empatía, colaboración, humildad, respeto… Todos deberíamos tener claro que conceptos como la violencia o el odio le son completamente ajenos. Lo peor es que algunos se olvidan. Y entonces, pasan cosas. Como que el abuelo de un chaval de 16 años, árbitro de balonmano, muera por defender a su nieto de los insultos de un espectador en un pabellón de Sanxenxo. O que una niña de 13 sea acosada por arbitrar un partido de prebenjamines en los campos de la Torre.
El deporte es, por encima de cualquier otra cosa, una lección de humanidad. Por eso le doy la razón a mi admirado Gabo cuando decía: «Pienso que no solo hay que calmar a los hinchas del fútbol, sino que hay que calmar también al ser humano y cambiar el modo de ser de la sociedad».